(InfoCatólica) El Pontífice indicó que el mensaje de la «bellísima carta que san Pablo dirige a los cristianos de Roma... gira en torno a tres grandes temas: la gracia, la fe y la justicia».
Encuentro con Cristo
El Papa recordó que solo quien se encuenta con Cristo y recibe su llamado puede servir a Dios:
«En primer lugar, san Pablo afirma haber recibido de Dios la gracia de la llamada (cf. Rm 1,5). Es decir, reconoce que su encuentro con Cristo y su ministerio están vinculados al amor con el que Dios lo ha precedido, llamándolo a una vida nueva mientras aún estaba lejos del Evangelio y perseguía a la Iglesia. San Agustín —también él un convertido— habla de la misma experiencia diciendo: «¿Qué vamos a elegir, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos si antes no somos amados» (Sermón 34,1.2)».
Y corresponde al hombre dar el sí a ese llamamiento de Dios:
«... Pablo, en el mismo versículo, habla también de «la obediencia de la fe» (Rm 1,5), y además en él comparte lo que ha vivido. El Señor, en efecto, apareciéndosele en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-30), no le quitó su libertad, sino que dio la posibilidad de decidir, de obedecer como fruto de un esfuerzo, de luchas interiores y exteriores, que él aceptó afrontar».
La salvación no es magia:
«La salvación no aparece por encanto, sino por un misterio de gracia y de fe, del amor de Dios que nos precede, y de la adhesión confiada y libre por parte del hombre (cf. 2 Tm 1,12»).
El Pontífice pidió ser dócil al Señor como lo fue el apóstol:
«Mientras agradecemos al Señor la llamada con la que transformó la vida de Saulo, le pedimos que también nosotros sepamos responder del mismo modo a sus invitaciones, haciéndonos testigos del amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado»
Dios nos ama
León XVI quiso recordar las palabras de Benedicto XVI en la Vigilia de oración que celebró con los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en Madrid:
«Queridos amigos —decía—, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. […] En el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios», y la fe nos lleva a «abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios» (Homilía en la Vigilia de oración con los jóvenes, Madrid, 20 agosto 2011).
Y las puso como ejemplo de lo que debe ser su ministerio petrino:
«Aquí está la raíz, simple y única, de toda misión, incluso de la mía, como sucesor de Pedro y heredero del celo apostólico de Pablo. Que el Señor me conceda la gracia de responder fielmente a su llamada».
Visita al sepulcro de san Pablo
Homilía del Santo Padre León XIV
Basílica de San Pablo Extramuros
Martes, 20 de mayo de 2025
La lectura bíblica que hemos escuchado es el comienzo de la bellísima carta que san Pablo dirige a los cristianos de Roma, cuyo mensaje gira en torno a tres grandes temas: la gracia, la fe y la justicia. Mientras encomendamos el inicio de este nuevo pontificado a la intercesión del Apóstol de las gentes, reflexionemos juntos sobre su mensaje.
En primer lugar, san Pablo afirma haber recibido de Dios la gracia de la llamada (cf. Rm 1,5). Es decir, reconoce que su encuentro con Cristo y su ministerio están vinculados al amor con el que Dios lo ha precedido, llamándolo a una vida nueva mientras aún estaba lejos del Evangelio y perseguía a la Iglesia. San Agustín —también él un convertido— habla de la misma experiencia diciendo: «¿Qué vamos a elegir, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos si antes no somos amados» (Sermón 34,1.2). En la raíz de toda vocación está Dios, su misericordia, su bondad, generosa como la de una madre (cf. Is 66,12-14), que naturalmente, a través de su mismo cuerpo, nutre a su niño cuando todavía es incapaz de alimentarse por sí solo (cf. S. Agustín, Comentario al salmo 130,9).
Pero Pablo, en el mismo versículo, habla también de «la obediencia de la fe» (Rm 1,5), y además en él comparte lo que ha vivido. El Señor, en efecto, apareciéndosele en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-30), no le quitó su libertad, sino que dio la posibilidad de decidir, de obedecer como fruto de un esfuerzo, de luchas interiores y exteriores, que él aceptó afrontar. La salvación no aparece por encanto, sino por un misterio de gracia y de fe, del amor de Dios que nos precede, y de la adhesión confiada y libre por parte del hombre (cf. 2 Tm 1,12).
Mientras agradecemos al Señor la llamada con la que transformó la vida de Saulo, le pedimos que también nosotros sepamos responder del mismo modo a sus invitaciones, haciéndonos testigos del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Le pedimos que sepamos cultivar y difundir su caridad, haciéndonos prójimos los unos de los otros (cf. Francisco, Homilía de las II Vísperas de la Solemnidad de la Conversión de san Pablo, 25 enero 2024), en la misma carrera de afectos que, desde el encuentro con Cristo, impulsó al antiguo perseguidor a hacerse «todo para todos» (1 Co 9,22), hasta el martirio. De ese modo, para nosotros como para él, en la debilidad de la carne se revela la potencia de la fe en Dios que justifica (cf. Rm 5,1-5).
Esta basílica desde hace siglos está encomendada al cuidado de una comunidad benedictina. ¿Cómo no recordar, entonces, hablando del amor como fuente y motor del anuncio del Evangelio, las insistentes exhortaciones de san Benito, en su regla, a la caridad fraterna en el cenobio y a la hospitalidad para con todos (cf. Regla, cap. LIII, LXIII)?
Quisiera concluir evocando las palabras que, más de mil años después, otro Benedicto, el Papa Benedicto XVI, dirigía a los jóvenes: «Queridos amigos —decía—, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. […] En el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios», y la fe nos lleva a «abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios» (Homilía en la Vigilia de oración con los jóvenes, Madrid, 20 agosto 2011).
Aquí está la raíz, simple y única, de toda misión, incluso de la mía, como sucesor de Pedro y heredero del celo apostólico de Pablo. Que el Señor me conceda la gracia de responder fielmente a su llamada.