13.05.25

Y le cambió el nombre para llamarle Pedro

A lo largo de la Escritura hay numerosos ejemplos en los que Dios da o cambia el nombre a personajes destacados. Y el cambio marca su verdadera identidad. Abram (אַבְרָם), que significa padre enaltecido, pasó a ser Abraham (אַבְרָהָם), que significa padre de una multitud (Gn 17,5); de Sarai (שָׂרַי), mi princesa, a Sara (שָׂרָה), princesa (Gen 17,15), lo cual significa que pasa de ser solo la princesa de su marido a ser la de todo un pueblo. Isaac (יִצְחָק) se llamó así porque Sara se rió ante el anuncio de que a su edad iba a ser madre (Gen 18,12). Jacob (יַעֲקֹב), El que agarra el talón, llamado así porque salió del seno de su madre agarrando el talón de su hermano Esaú (Gen 25,26), pasó a llamarse a Israel (יִשְׂרָאֵל), El que lucha con Dios, tras el peculiar episodio de su lucha durante toda una noche con el Ángel del Señor (Gen 32,29).

Hay otro cambio de nombre muy significativo en el Pentateuco. Fue Moisés quien tuvo a bien que Oseas (הוֹשֵׁעַ), salvación, pasara a llamarse Josué (יְהוֹשֻׁעַ), Yavé salva, justo antes de enviarle a liderar la exploración de la Tierra prometida (Num 13,16). Fue precisamente él (Josué 3,1-17) quien acabó liderando la entrada en esa tierra de leche y miel (Num 13,27). 

Con semejantes antecedentes es mucho más fácil entender la importancia de lo que hizo Cristo con el príncipe de los apóstoles. Simón (ܫܡܥܘܢ,שִׁמְעוֹן), el que escucha, ve como Cristo le llama Pedro (ܟܐܦܐ, כֵּיפָא), piedra/roca, (Jn 1,42). Conviene saber que no hay evidencia en la literatura judía o aramea del siglo I de que alguien llevara ese nombre como nombre de pila antes de Simón. Por tanto, aquellos que niegan que  la persona de Pedro, y no solo su confesión de fe -que también-, sea la roca de la que habla Jesús en Mateo 16,18 son unos ignorantes. O algo peor, que no hace falta que describa.

Una vez establecido quién es Pedro, nos toca ver cómo era el primero en dignidad (πρῶτος, prōtos) entre los apóstoles (Mat 10,12). Fue un hombre capaz de tirarse a andar sobre el agua para ir hacia Jesús, y luego sufrir un ataque de pánico que le llevó a hundirse antes de ser rescatado por el Señor (Mat 14,28-31). Fue el hombre a quien el Padre reveló la verdadera identidad y misión de Cristo, justo antes de que el Señor le acusara de ser Satanás por oponerse a dicha misión salvífica (Mat 16,16-23). Fue uno de los que contempló el episodio de la Transfiguración (Mateo 17:1-4) pero luego se quedó dormido mientras el Señor sudaba sangre en Getsemaní (Mateo 26:36-46). Fue el hombre que sacó la espada para cortar la oreja de Malco (Jn 18,10), lo cual sirvió para que el Señor hiciera el último milagro antes de su Pasión (Luc 22,50-51). Fue el hombre que prometió no negar a Jesús (Marcos 14:29-31) y acabó negándole tres veces (Lucas 22:54-62). Fue un hombre que, como el resto de los apóstoles salvo Juan, estaba escondido mientras Cristo era crucificado, pero luego fue el primero de ellos, junto con el propio Juan, en salir corriendo a ver si era cierto que la tumba estaba vacía (Jn 20,2-6). 

Pedro fue a quien Cristo dio las llaves del Reino (Mat 16,18-19); a quien el Señor aseguró que rogaría por él para que su fe no faltara y le encarga confirmar en esa fe al resto de la Iglesia (Luc 22,31-32). Fue a quien Cristo puso ante la evidencia del pecado por su triple negación a la vez que le encomienda ser pastor de todo el rebaño (Jn 21.15-17). Fue quien estuvo al frente de la Iglesia en la primera predicación del evangelio en Pentecostés (Hch 2,14-41); quien junto con Juan se plantó frente al Sanedrín para reafirmar la intención de ser testigos de Cristo (Hch 1,4-22); quien anunció la primera disciplina severa en la Iglesia (Hch 5,1-11); quien recibió del Señor la confirmación de que el evangelio era también para los gentiles (Hch 10, 1-48); quien zanjó la discusión en el Concilio de Jerusalén afirmando que somos salvos por gracia y no por guardar la ley mosaica (Hch 15,6-11); pero también es el que se acobardó ante los judaizantes, lo cual le valió una reprensión pública del apóstol Pablo (Gal 2,11-14). A su vez, fue el autor de dos epístolas y en la segunda de ellas incluyó los escritos paulinos entre las Escrituras, advirtiendo contra la mala interpretación de los mismos (2 Ped 3,15-18). Y, finalmente, sabemos por la Tradición que predicó el evangelio en Roma, donde murió mártir.

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2.05.25

San Agustín y el matrimonio

🕊️ San Agustín y el matrimonio.

En una época en la que la confusión doctrinal sobre el matrimonio y el divorcio están a la orden del día, volver a las enseñanzas de los Padres de la Iglesia es absolutamente necesario. Uno de los más destacados, San Agustín de Hipona ofrece una clara enseñanza sobre la indisolubilidad del vínculo familiar.

Su tratado De coniugiis adulterinis (“Sobre los matrimonios adulterinos”), escrito hacia el año 419, responde directamente a un obispo de su tiempo, Polencio, quien defendía que una mujer abandonada por su marido adúltero podía volver a casarse. San Agustín, con respeto pero con firmeza, desmonta sus argumentos y reafirma la enseñanza evangélica. Al fin y al cabo, el santo obispo de Hipona no hace otra cosa que seguir lo indicado por Cristo:

El matrimonio no se rompe con el pecado y la infidelidad de uno de los cónyuges. Es uno de los argumentos más manidos para intentar legitimar un divorcio que abriría la puerta a una segundas nupcias de, al menos ,quien ha sido víctima del adulterio. San Agustín lo rechaza

Porque la mujer, mientras vive su marido, ya sea casto o adúltero, si se casa con otro, comete adulterio; y el varón, mientras vive su mujer, ya sea casta o adúltera, si se casa con otra, comete adulterio.
De coniugiis adulterinis, libro I, cap. 9 (cf. Romanos 7,2; 1 Corintios 7,10–11)

El  obispo Polencio daba una interpretación errónea del pasaje de 1 Cor 6,12 -«Todo me está permitido, pero no todo es provechoso. Todo me está permitido, pero no me dejaré dominar por nada»- dando a entender que el divorcio y recasamiento podrían no ser convenientes pero lícitos. San Agustín le replica:

Tú dices que es lícito, pero que no conviene; yo, en cambio, digo que no es lícito, aunque a algunos les parezca conveniente.
De coniugiis adulterinis, libro II, cap. 3 (cf. 1 Corintios 6,12)

¿Qué hacer en caso de adulterio? Por una parte, San Agustín permite la separación pero quien se separa debe permanecer solo, sin volverse a casar:

El que repudia a su mujer salvo por fornicación la expone al adulterio si se casa con otro; y quien se casa con la repudiada, comete adulterio. Por tanto, no la repudie sino por fornicación; y si la repudia, permanezca solo.
De coniugiis adulterinis, libro I, cap. 10 (cf. Mateo 5,32; Mateo 19,9)

Pero al mismo tiempo ofrece un mejor camino que la separación: el del perdón. Que además no es una opción sino un deber cristiano. Se entiende que el contexto es el del arrepentimiento del adúltero:

¿Qué cristiano puede no estar dispuesto a perdonar lo que Cristo perdona?
De coniugiis adulterinis, libro I, cap. 15 (cf. Juan 8,11)

El tal Polencio debía ser un modernista avant la lettre, porque buscaba usar cualquier resquicio para contradecir las enseñanzas de Cristo. Por ejemplo,  sostenía que 1 Cor 7,39 -«La mujer está ligada mientras vive su marido; pero si su marido muere, queda libre para casarse con quien quiera, con tal que sea en el Señor»- podía interpretarse como muerte espiritual del marido provocada por su adulterio. Pero San Agustín le dijo que no se podía forzar el texto bíblico:

El Apóstol no habla de la muerte del alma, sino de la muerte del cuerpo cuando dice: ‘La mujer está ligada por la ley mientras su marido vive’.
De coniugiis adulterinis, libro II, cap. 4 (cf. 1 Corintios 7,39)

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27.04.25

El centinela paciente

Es muy fácil obtener el aplauso del mundo. Es muy cómodo ir por la vida sin meterse en líos, mirando impasible como millones de almas siguen el camino hacia el abismo, como la piara de cerdos poseídos por la legión de demonios a la que Cristo ordenó salir de un hombre. Pero quien ama al Señor, quien sirve a Dios, no puede poner su mirada en las cosas de los hombres, como hizo Pedro al pedirle a Cristo que no fuera a encontrarse con la cruz y se encontró con esas palabras que hoy retumban con fuerza en quienes se dejan guiar por el Espíritu Santo: 

«¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». 
(Mc 8,33)

Dios no cambia. Su paciencia es inmensa. Tanto, que el regreso de Cristo está marcado por esa circustancia:

«El Señor no tarda en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión».
(2 P 3,9)

Ahora bien, ¿acaso hoy se escucha el llamado a la conversión? ¿dónde está el profeta Jonás que, aun a regañadientes, predica a Nínive el castigo inmediato para mover de forma eficaz al arrepentimiento? (Jn 3,1-10)

¿Más bien no asistimos al lamento de Dios por boca profeta Isaías?

«¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!»
(Is 5,20)

¿Acaso no es cierto que hoy el Señor puede decir?

«Mi pueblo perece por falta de conocimiento»
(Oseas 4,6)

Pocas cosas hay tan claras en la Escritura como el llamado constante a la conversión, que es el único camino seguro a la salvación. 

«A ti, también, hijo de hombre, te he hecho yo centinela de la casa de Israel. Cuando oigas una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte. Si yo digo al malvado: «Malvado, vas a morir sin remedio», y tú no le hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida…

Cuando el justo se aparta de su justicia y comete iniquidad, por ello morirá. Y cuando el impío se aparta de su impiedad y practica el derecho y la justicia, por ello vivirá».
(Ez 33,7-9; 18-19)

Fue lo primero que predicó Cristo:

«Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca"».
(Mateo 4,17)

«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio».
(Marcos 1,15)

«No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, para que se conviertan».
(Lucas 5,32)

Ahora bien, ¿acaso esa contundencia en el llamado a la conversión significa que Dios no sabe que en la mayor parte de las ocasiones necesitamos tiempo para convertirnos? Por supuesto que no. La conversión es un proceso que dura toda la vida, pues ni el más santo de los santos puede llegar a cumplir perfectamente el llamado a la santidad:

«Según aquel que os llamó es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, pues está escrito: “Sed santos, porque yo soy santo."» (1 Pedro 1,15-16)

Por tanto, quien se acerca a las almas que están prisioneras en una vida de pecado, ha de tener en cuenta que no se las puede exigir lo que la gracia todavía no ha podido obrar en ellas. No se trata de que puedan seguir viviendo en pecado de forma indefinida a la espera de no se sabe bien qué. Se trata de entender que Dios da tiempo para que sus hijos crezcan en santidad. Y eso es también parte fundamental de la salvación:

«Y tened entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación».
(2 Pedro 3,15)

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8.04.25

Ni venimos del mono ni Cristo es "un" dios

Como bien saben ustedes, y si no se enterarán al leer este artículo, estamos en plena conmemoración por los 1700 años de la celebración del Concilio de Nicea, primero de los ecuménicos.

Arrio era un presbítero influyente en Alejandría, conocido por su elocuencia, su formación filosófica y su capacidad para atraer seguidores tanto entre el clero como entre los laicos. Su tesis era tan clara como errónea: el Hijo de Dios no es eterno ni de la misma esencia que el Padre. Según él, si Dios es absolutamente único e ingenerado, no puede compartir su esencia con otro ser. Por tanto, el Hijo -aunque exaltado y anterior a toda la creación- fue creado por el Padre “antes de los siglos”, y por tanto hubo un tiempo en que el Hijo no existía. Para Arrio, esto no rebajaba a Cristo a un mero ser humano, pero sí lo situaba por debajo del Padre, como criatura intermedia entre Dios y el mundo.

Dado que las tesis arrianas se hicieron muy populares, ustedes se pueden hacer idea del problema al que se enfrentaba la Iglesia. Entonces el emperador Constantino, que se había convertido al cristianismo -aunque esto es matizable-, vio que esa controversia podía afectar al imperio y decidió convocar un concilio.

El sacerdote alejandrino pudo exponer sus tesis ante los obispos -el de Roma representado por dos legados-, que de forma prácticamente unánime las rechazaron. Se adoptó entonces el término “homousios" es decir, que el Hijo es de la misma sustancia o esencia que el Padre. Esta palabra fue elegida precisamente para dejar sin ambigüedades la afirmación de la divinidad plena del Hijo. Dicha divinidad ya aparece de forma contundente en la Escritura (Jn 1,1; Tito 2,13; 1 Jn 5,20; etc), pero como la Biblia también diferencia claramente la persona del Padre y del Hijo -y también del Espíritu Santo-, convenía aclarar cuál era el alcance de la condición divina del Hijo.

Aunque la doctrina cristiana quedó claramente definida, no ocurrió lo mismo con la aceptación de la misma. No voy a explicar en este artículo todos los vericuetos históricos que siguieron al concilio, porque basta saber que se intentó llegar a una especie de solución intermedia entre las tesis arrianas y la fe nicena. Según la misma, el Hijo era “homoiusios", semejante al Padre. Una simple “i” lo cambiaba todo. Porque o Cristo es Dios como el Padre es Dios, o Cristo es un dios pero no el mismo sentido que el Padre es Dios.

¿Cómo explicar esto al hombre moderno, que no entiende de sutilezas teológicas y que piensa que estas discusiones son innecesarias?

Pienso que, reconociendo todas sus limitaciones, podemos hacer uso de las semejanzas. Un servidor de ustedes las ha usado en debates con los arrianos de nuestro tiempo: los Testigos de Jehová. He aquí un posible diálogo con ellos:

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4.04.25

Imaginen un concilio de Nicea "sinodal"

El virus sinodal alemán, apenas matizado por el Sínodo de la sinodalidad celebrado en Roma, se extiende por toda la Iglesia. Consiste básicamente en someter la autoridad de los obispos, de quienes la Tradición e incluso el Concilio Vaticano II en el capítulo III de la Constitución Dogmática Lumen gentium afirma que son “pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno", a la del populismo asambleario que imita a la perfección el que se produjo en muchos países occidentales desde la revuelta estudiantil francesa de 1968. No es democracia auténtica, aunque ya de por sí eso sería inaceptable, sino revolución. Los grupos más ideologizados son los que están interesados en participar en un proceso que es de hecho ignorado, cuando no despreciado, por la gran masa de los fieles. Italia acaba de asistir a un nuevo capítulo de la autodestrucción de la Iglesia, que solo Dios sabe qué grado alcanzará no tardando mucho.

Tras décadas de impulso de secularización de la sociedad occidental y de la propia Iglesia, no tiene nada de particular que los laicos que participan en esa revolución quieran que llegue hasta las últimas consecuencias: LGTBI, feminismo, aceptación de la anticoncepción, cambio de la moral sexual, supresión del celibato, vaciamiento del sacramento del orden, etc. Al aborto y la eutanasia no llegan por el momento, pero todo se andará. No en vano la copresidente del sínodo alemán ya se mostró favorable a que se prestara un servicio nacional para llevar a cabo abortos. Y ahí tienen ustedes al cardenal Fernández -auténtico destructor de la fe, muñidor de la herética Amoris Laetitia y la blasfema Fiducia Supplicans- mostrando el camino a la aceptación de las operaciones de cambio de sexo. Se trata de no dejar piedra sobre piedra.

Sinodalidad actual a la luz de la Biblia y la Tradición

¿Qué nos dice la Escritura y el resto de la Tradición sobre el proceso actual?

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